viernes, 21 de noviembre de 2008
El futuro vuelve-Caparrós
Es curioso que sea el miedo lo que nos haga pensar. Es curioso, pero parece que no hay mejor afrodisíaco para las neuronas. Ahora hay miedo, terrores en el mundo, y el futuro –la idea por excelencia– está de vuelta. Hace muchos muchos años que no oía hablar tanto del futuro. Hablar sobre el futuro, por supuesto, es una forma de decir: sólo se puede hablar sobre expectativas, temores, intenciones, sobre formas de imaginar ese futuro, o sea: ideas, suposiciones. Eso es lo que circula en estos días. Llegó la crisis y, de pronto, todos –quiero decir todos, en todos los niveles– empezamos a imaginar qué puede pasar y pasarnos en los próximos meses, en los próximos años. ¿Quién no ha hecho, en estos días, el repaso de sus opciones, de sus bienes y males, de lo que podría hacer si lo echaran del trabajo, si su actividad bajara un diez, un veinte, un cincuenta por ciento? ¿Quién no ha tratado de entender el caos de variables –mundiales, nacionales, personales– que definirán si dentro de seis meses le alcanzará para llegar a fin de mes? ¿Quién no ha tratado de imaginar algún proyecto alternativo, por si acaso? Lo mismo pasa en los gobiernos, las organizaciones, las empresas: desesperados se los ve, tratando de imaginar cómo va a ser esto o aquello dentro de un año o dos. Y lo mismo en los medios: hacía años que no leía tanto sobre el futuro. He recorrido notas y más notas que tratan de imaginar cómo se reformulará el capitalismo tras el derrumbe de su versión más especulativa, y cómo cambiará el orden global, y si se va a acelerar la caída de Estados Unidos y el ascenso de China, y todos los problemas particulares que se van a plantear: por ejemplo, qué van a hacer muchos países pobres si la recesión lleva a millones de emigrantes de vuelta a sus países. O si la incertidumbre va a disminuir todavía más la natalidad en los países desarrollados y a mediano plazo la proporción de viejos aumentará hasta lo insostenible. O si la industria automotriz americana podrá recuperarse o si, con la baja de la publicidad, los diarios de papel se terminan de una vez por todas en el mundo. O si la caída de la ayuda humanitaria va a producir una ola de hambre y muertes en África. O si el descenso del consumo va a desacelerar el ritmo de las innovaciones tecnológicas, que tendrán mucho menos mercado. O si va a suceder en el mundo algo como lo que pasó por acá en 2001, cuando los ricos empezaron a esconder los coches y otros bienes ostentosos, pero a lo bruto –y si, por eso, van a cambiar mucho las modas y las formas del consumo. O si las repercusiones de la crisis sobre los más pobres van a producir revueltas, movimientos. O si la baja del precio de los granos va a llevar a la Argentina a otro default, y más, y más: el mundo se ha vuelto, de pronto, un laboratorio horroroso y fascinante donde todo está en estudio, donde el futuro pasó a ser tema principal. ¿Será que somos, como decía mi maestra de primero superior, hijos del rigor? –Capa, qué elegante. Yo habría dicho que somos hijos de otra cosa. –¿Todos nosotros, mi estimado, todos? –¿Por qué, a quién quiere salvar? Hacía como veinte años que el futuro había pasado de moda. Por lo menos, desde que cayó el muro de Berlín y se desmoronaron los grandes relatos teleológicos: los que suponían que toda realización estaba allá adelante. El siglo veinte había vivido de esas ilusiones: las diversas revoluciones modernas se basaban en esa idea judeocristiana de que lo que importa está más allá, en un mañana venturoso que siempre está llegando. No era grave, entonces, sacrificar el presente por ese futuro deseado: el futuro era el tiempo decisivo, allí sucedería lo que importa. Hasta que cayeron el comunismo y sus variantes, y el capitalismo triunfador armó su modelo delirante de prosperidad en Europa, Estados Unidos, parte de Asia, ciertos países latinoamericanos –e incluso, por rachas, la Argentina. Fueron tiempos extraños, sin futuro: un puro presente alborozado –para aquellos que podían sostener el alborozo, y a los demás que se los fornicara la famosa ballena palidita. Por momentos pareció que lo más preciado de la prosperidad era no tener que pensar –o, por lo menos, no en el futuro, porque el mercado sin control mantendría la felicidad de ese presente perpetuo. Hasta que, de pronto, el mercado reventó y se cargó el presente, y el futuro volvió y ocupó toda la escena. Y volvió una verdad de Perogrullo: la condición para pensar el futuro es la desazón con el presente –o la inteligencia. Si los gobiernos, organizaciones, empresas no hubieran caído en la euforia del gran presente continuo jajajá habrían podido, supongo, prever la extensión del desastre inminente y pensar algún cambio de rumbo o, al menos, ciertas medidas preventivas. Pero estaban demasiado pipones y se hicieron los fesas. Total, eran tan prósperos. La crisis iguala: durante años, el futuro era un pobre consuelo para pobres; ahora aquellos privilegiados que se habían comprado la posibilidad de olvidarlo deben volver a él, a pensar cambios, a suponer proyectos. El estallido del burbujón trajo de vuelta aquel pensamiento que organizó nuestras mentes durante el siglo veinte –aunque es cierto que son formas distintas de pensar en el futuro. La modernidad era propositiva: imaginaba un futuro y buscaba las formas de ponerlo en marcha, de intentar realizarlo. La crisis de estos días, por ahora, piensa en defensivo: trata de imaginar qué efectos puede producir el desastre económico para tratar de contenerlos. Pero eso puede ser un primer paso –o quizá no, quién sabe. Por ahora el futuro más que promesa es amenaza, pero al menos ha vuelto y, por lo que se ve, llegó para quedarse mucho tiempo. (Y entonces estamos, argentinos, otra vez, jodidos: pensar a mediano y largo plazo, lo tengo dicho, nunca fue nuestro fuerte. Debería ser, lo tengo más que dicho, el trabajo de los políticos: imaginar proyectos, ofrecerlos a los ciudadanos, buscar las formas de llevarlos a cabo. Pero, en cambio, se dedican a lo que se dedican: aprovecharse del poder los que lo tienen y, los que no, conspirar, declarar, rearmar sus aliancitas, lanzar sus apocalipsis de las tres de la tarde –justo a tiempo para que entre en el diario de mañana. Así futuro va a seguir siendo, aquí, una palabra de un idioma que no hablamos. Y tendremos, cada vez más, un gran pasado por delante.)
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