jueves, 20 de septiembre de 2007

Proisraeli de izquierda... ya somos dos

Podría encabezar este breve artículo de apoyo al derecho (y si me apuran, a la obligación moral) del joven Estado de Israel a existir, y a existir libre de las amenazas del tipo de «echemos a todos los judíos al mar» con que sus vecinos árabes «salu­daron» su creación a fines de 1947, tan sólo dos años después de la derrota nazi, con un sinfín de tristes y rocambolescas anécdotas.
Aquella vez, por ejemplo, en que a mis dieciséis o diecisiete años le escuché decir estupefacta a un joven cono­cido madrileño que no pensaba acompañarme al cine a ver Manhattan, de Woody Alien, «porque él es uno de ellos, no. Y ya sabes, están en todas partes, con su maldita propaganda de víctimas mientras asesinan a los palestinos».
O la ma­ñana en que, a punto de examinarme en Toulouse del BAC (bachillerato francés, equivalente al último año del selectivo universitario español), oí, a las puertas mismas del aula del St. Sernin, susurrar a una chica: «Qué mala suerte, nos cae en el oral de inglés una youpine de mierda» (youpin, youpine es el término despectivo con el que los antisemitas franceses denominan y creen denigrar placenteramente a sus compa­triotas judíos). O las veces en que, presentando o a punto de presentar en diversas ciudades mi última novela, Velódromo de invierno, ambientada durante y después de la gran redada nazi-vichysta de París en julio de 1942, hube de soportar los ciento y un comentarios de esta índole de un público que en su casa y en el bar seguro que no se define a sí mismo como «racista».
Claro que alguno de ellos dirá, traicionado por el lenguaje católico inquisitorial-caritativo de parroquia rancia y función fin de curso de sus niños de uniforme, «qué ricos son los niños negritos»... Vayan algunos ejemplos elegidos al azar de una memoria de hartazgo. Una mujer de mediana edad en la feria del libro de Madrid: «Ay, hija, ya con esa estrella amarilla en la portada, pues me pienso si comprarlo, mira tú, entre que no aguanto tristezas, con lo dura que está ya la vida si en vez de distraernos leyendo la pasamos mal, y a fin de cuentas ellos le están haciendo lo mismo a los palestinos, ¿no?»
Un hombre cincuentón y bien trajeado en la Feria del Libro de Sevilla: «¿Escribiste esto para que te hagan pelícu­la? Porque como ellos tienen tanto dinero en Hollywood y estos temas son los suyos.... Te creía de izquierdas, sabes, pero ahora... Ahora veo que eres como ellos. Judía. Una de ellos. Ya no te volveré a comprar, porque estoy con Arafat.» El colmo fue ya, en Málaga y tras una conferencia, cuando una señora, que se levantó iracunda de su asiento, me espetó: «He vivido muchos años de emigrante católica y franquista (a mucha honra) en Alemania... Y allí todos sabían que los muertos judíos no pasaban de cuatro millones... Todas esas cifras de los seis millones son exageraciones propagandísti­cas de comunistas y pro comunistas como tú.» En fin. Podría hablar de esas y de tantas otras ocasiones, pasadas, recien­tes, inminentísimas y sin embargo atemporales porque están fijadas en un imaginario que durante siglos de abyección demonizó al «otro», al «descendiente de los asesinos del hijo de Dios», hasta colonizar por abrumadora mayoría el incons­ciente colectivo español cuyo cobarde discurso de cristiano viejo es siempre el «aquí no somos racistas, pero...», en que me observé y sentí en franca minoría a la hora de analizar y comentar la cuestión judía, el drama de Israel.
El drama de una nación de nacimiento consensuado por otras naciones, es­poleadas por el espanto y la culpa del Holocausto, en primer lugar por la extinta URSS, que dos décadas más tarde dio un giro a su política exterior para jalear a los peores regímenes teocráticos (pero ya hubo el precedente del aberrante pacto germano-soviético), del mismo modo en que hoy en día los Estados Unidos se alían con la teocrática y pisoteadora de los más elementales derechos humanos Arabia Saudita, cuyos códigos wahabíes religioso-feudales reducen a las mujeres a meras pertenenencias de los señores medievales y escla­vistas con ordenador portátil de ratón de oro bajo la chilaba rezumante de petróleo.
Siempre hay un pero, y un empero, y un sin embargo, en esa clase de prolegómenos racistas y ahistóricos nacidos de una identidad forjada a través del sín­drome de la exclusión y del temor a la modernidad. Hablo de la identidad española, en este caso.
En cuestión antisemita, tras las infamantes expulsiones de 1492 y, al cabo de siglos, la atroz dictadura filo nazi del general Franco, España no se queda atrás a la hora de la abyección (únicamente las Cortes Republicanas, a través de Fernando de los Ríos, hablan du­rante la Constituyente de una «reparación histórica» en el caso de los sefardíes miserablemente expoliados de sus vidas y bienes y arrojados de su tierra por la brutal orden de des­tierro de sus cristianísimas majestades), por mucho que los voceros de derechas e izquierdas sin demasiada sustancia, y sí mucha arrogancia cultural, y escasa memoria y enten­dimiento históricos, que llenan columnas de periódicos y espacios radiofónicos, diserten con la falsa autoridad de un Américo Castro en tantas tertulias vanas o venales y verbo in­sólito de analfabetos (ese «primar» en lugar de «prevalecer», entre otros muchos ejemplos).

No quería hablar de mí, ni de mis experiencias, en realidad. Pero es que en pocos países he hallado un antisemitismo tan artero y a flor de piel como en esta vieja península ibérica donde se suicidó Walter Benjamín, y donde el periodista Julián Zugazagoitia y el presidente Lluis Companys fueron entregados por la GESTAPO al tribunal franquista que selló su muerte entre otras miles de muertes por boca de fusiles, apli­cando las leyes nazis retroactivas frente a la tapia o muerete que los vio caer. No soy una entusiasta de la palabra patria..., pero me gustaría recordarle al mundo hispano que a mi libe­ral «patria de todos», la presidida por ese gran intelectual, escritor y persona que fue Manuel Azaña (a quien también la GESTAPO fue a buscar, por fortuna infructuosamente, muy poco antes de su muerte desdichada en el exilio), vinieron muchos, muchísimos, judíos del mundo entero —y de todas las tendencias— a defenderla cuando sus libertades constitu­cionales se vieron amenazadas por la agresión nazi-fascista... Porque su libertad era la suya, y la suya era la de ellos, la nuestra. Porque hubo dos revoluciones burguesas, la ameri­cana y la francesa, que lucharon por su emancipación y sus derechos civiles... Porque la punta de lanza de la emancipa­ción judía ha estado y está con los defensores de la libertad.
Si me preguntan en España acerca del problema árabe-israelí, o israelo-palestino, muchos de mis interlocutores siguen sorprendiéndose cuando les respondo que soy inequí­vocamente pro israelí. Y que ser pro israelí no significa otorgar cheques en blanco de simpatía a «ningún gobierno» (obvia­mente, soy muy próxima a los ideales de Barak y de Shlomo Ben Ami, y no lo soy en absoluto a los de Netanyahu o de Sharon). Pero tengo muy claro que defender a Israel, a ese pequeño y valiente país que lleva desde 1948 aguantando el desgaste psicológico y ético de una amenaza militar continua cuyos ataques sufrió y no provocó, implica también hacerlo en sus horas malas, en sus horas trágicas de ataques de mártires terroristas suicidas palestinos que en nombre de la teocracia más aberrante se autoinmolan asesinando a bombazos a la población civil indefensa a la espera de una recompensa del paraíso de harenes poblados por «huríes», o mujeres-ángeles reconvertidas en prostitutas celestiales a mayor gloria del machismo triunfante del integrismo islámico. Precisamente porque soy de izquierdas, oriunda de una tradición ilustrada, defiendo el derecho a existir de un pequeño territorio y gran nación soñado por Herzl, el periodista que cubrió asqueado el infame proceso antisemita al capitán Dreyfus orquestado por la Francia reaccionaria que décadas después engendró a personajes como el repugnante Darquier de Pellepoix (ex delincuente financiero) o el Céline de Bagatelles pour un massacre, tan aplaudidos en los salones colaboracionistas o en las revistas vendidas a la nueva Literatur. Si no existiera Israel, en Europa la población judía seguiría siendo asesinada por los pogromschicki (perpetradores de matanzas rituales, gene­ralmente cosacos). Norman Cohn, historiador y autor de un ensayo tan imprescindible como lo es El mito de la conspiración judía mundial, donde analiza la falsificación de esos supuestos Protocolos de los sabios de Sión (Alianza Editorial, 1983), plagia­dos y horrendamente tergiversados a fines del siglo XIX por la Ojrana —la policía zarista— de un texto sobre Maquiavelo de Maurice Joly, un olvidado y decimonónico ensayista pro­gresista francés que se hubiera revuelto en su tumba ante semejante manipulación, demuestra en su ensayo cómo a partir de la Revolución francesa y del posterior dominio na­poleónico, los partidarios del Antiguo Régimen identifican judaísmo con modernidad urbana y cambio social, y or­questan una campaña de difamación basada en el supuesto «gobierno mundial de los sabios de Sión». Entroncándolo con el viejo mito antisemita «creado» por el cristianismo, religión de «hijos» de un «hijo» que jamás se declaró otra cosa que judío y se erigió en cualquier caso más jefe político que Mesías, en rebeldía contra los padres fundadores. Creado. Pues fueron los cristianos, en buena parte descendientes de judíos, quienes buscaron la separación y, para ahondar la falla, sem­braron la simiente de la animosidad. Recordemos que en la época, entre los siglos III y IV d. C, en que la iglesia y la sina­goga competían para obtener el favor de nuevos fieles en el mundo helénico, san Juan Crisóstomo tildó, en la Antioquia donde tantos oscilaban entre la religión primigenia y la nue­va, a la sinagoga de «el templo de los demonios... sima y abismo de perdición». Recordemos (mi admirado y querido científico, ensayista y ex resistente Claude Lévy, cuyo ensayo, confirmado por el difunto Paul Tillard, La grande rafle du veldliiv -éditions Roben Laffont, París, 1967 et 1992- me fue básico e insustituible a la hora de escribir mi novela Velódromo de invierno, lo cita con cariño y emoción indudables) el ensayo del historiador francés Jules Isaac, L'enseignement du mépris... Tres o cuatro generaciones de escolares franceses han crecido estudiando en las aulas la historia de su país en el manual Mallet et Isaac... La historia escrita de un país cuyo régimen vichyista, tan favorable a una ocupación alemana que casi aplaudió en los términos mismos del deshonroso armisticio, entregó, por medio de sus gendarmes republicanos, a la es­posa e hija refugiadas en Clermont-Ferrrand del intelectual francés a sus asesinos alemanes. Murieron en los campos. Wurden Wergast. Gaseadas. Como tantos otros, centenares, miles, millones. Y Jules Isaac, el ferviente patriota que le ha­bía explicado en sus libros de texto a los niños de la «dulce Francia» y la escolarización republicana, laica, gratuita y obligatoria, los entresijos de la historia y los vaivenes de las memorias colectivas a través de los actos fechados, buscó inú­tilmente durante un tiempo sus nombres en las escasísimas listas de supervivientes chincheteadas por las estancias del hotel Lutétia que antes acogió a los torturadores de la GESTAPO y a partir de la Liberación fue sede de los pocos y esqueléticos supervivientes del infierno nazi... En L'enseignement du mépris («La enseñanza del desprecio»), Jules Isaac escribe: «Cierta educación cristiana, profesada de siglo en siglo, generación tras generación, ha terminado por incrustarse, a través de millares y millares de voces, en la mentalidad cristiana..., ha forjado su subconsciente [...] La responsabilidad alemana ha venido a añadirse, por terrible que ésta sea —como el más repugnante de los parásitos — a una tradición secular, que no es otra que la de la tradición cristiana [...] Sí, incluso después de Auschwitz, Maidanek, Dubno, Treblinka, ese antisemitis­mo cristiano existe. Y no ve, no advierte el nexo subterráneo que lo une al antisemitismo nazi, a ese antisemitismo de corte anticristiano que recientemente arrasó.» Recordemos (recorté para guardarla la fotografía, publicada por varios diarios españoles el 12 de noviembre del 2001, como argumento contra quienes me acusan de ¿fílosemita? o directamente de «impe­rialista», absurdo para quien se movilizó, y mucho, contra las criminales agresiones de Reagan a la Nicaragua sandinista que supo perder sus elecciones, esas que, por ejemplo, no convoca Castro) esa imagen de saludo fascista, tomada en Beirut, «brazo en alto» y ante clérigos chiíes, de los más de mil nuevos reclutas de la guerrilla Hezbolá formalizando su promesa de lanzar ataques terroristas suicidas contra Israel... ¿Están ciegos quienes en España llaman desde la izquier­da «juguete de los USA» (que hasta la guerra del 67 no ayudó militarmente a Israel) al país que vio nacer al extraordinario movimiento «Paz Ahora», al país de los kibutzim y los grandes escritores críticos, al país que, tras la matanza, consentida por tropas israelíes y perpetrada en su territorio por las falanges libanesas, de los desdichados palestinos de Sabrá y Chatila, vio en sus calles la mayor de las manifestaciones de protesta —más de quinientas mil personas reunidas en Tel Aviv en un país de cinco millones, de los cuales un 20 por ciento es árabe israelí— y repulsa por el crimen presenciado? ¿Están ciegos o no saben?¿No saben acaso en España quién empezó la guerra del 48 y se negó a la creación de los dos Estados, judío y palestino, preconizados por la ONU muy poco después de la heca­tombe nazi y del imborrable horror del Holocausto? Fueron los países árabes limítrofes y agresores quienes iniciaron la guerra interminable, porque querían «todo o nada». Y el lema que unió a sus dictadores gerifaltes — ¿es necesario recordar la matanza de comunistas kurdos e iraquíes que organizó en la década de los sesenta un Sadam Hussein, luego muy apoyado por las hipócritas administraciones republicanas estadouni­denses que veían en él a un «amigo de occidente?» — no fue otro que el viejo de «echemos los judíos al mar».
¿Saben los españoles -nacidos en este país de difusa memoria judía e identidad nacional construida a partir de la culpa conversa, la vergüenza y el rechazo de todo lo judío, así como del elemento morisco, incorporado a nuestra cultura, a diferencia del primero, de resultas de una serie de invasiones— que la tradicional «amistad hispano-árabe» del franquismo tiene unos antecedentes netamente hitlerianos? ¿Conocen los jóvenes manifestantes españoles propalestinos de buena, buenísima voluntad en la mayoría de los casos y generoso dolor por la población civil de Gaza y Cisjordania avasallada en la actual situación de guerra, los anteceden­tes del gran muftí palestino Al Husseini, durante los años treinta? ¿Saben acaso que fue íntimo amigo de Hitler — tenía inmensos ojos azules, eso ayuda-, espía suyo a favor de su repugnante «Reich de los mil años»?
¿Saben que era recibido como un héroe en los salones nazis?
¿Saben que sus partida­rios perpetraron atroces matanzas de refugiados judíos del terror nazi antes de la creación del Estado israelí, en plena guerra mundial entre los aliados y el Eje que arrasó Varsovia, Coventry, Rotterdam, Babi Yar, Salónica?
¿Saben mis conciudadanos que hoy llaman, colmo de los colmos, «nazis» a los ciudadanos israelíes, que Gaza y Cisjordania pertenecieron, tras la primera guerra árabe-israelí, a Egipto y Jordania (que organizó en su famoso Septiembre Negro de hace treinta años, la mayor matanza conocida de re­fugiados palestinos de la historia) y que ninguno de esos dos Estados, cuyos dirigentes llevan perpetuamente en los labios «el problema palestino», se ocupó jamás de la «creación del Estado palestino» por ellos rechazado en la ONU al término de la guerra perdida por sus aliados alemanes?

¿Saben los jóvenes españoles que utilizan a modo de en­seña el pañuelito palestino que la ANP tiene establecida la pena de muerte en su territorio autónomo, que los dere­chos humanos —especialmente en lo tocante a las mujeres, tan sojuzgadas por un mundo musulmán que en sus casos más extremos acepta la esclavitud, la poligamia marital y la muerte por «asuntos de honor»— no existen en el feudo de Arafat, como no existen en su territorio ocupado desde el 67, de acuerdo, organizaciones pacifistas y críticas al sistema si­milares a las muy activas y operantes en suelo israelí?

¿Saben los jóvenes soliviantados —como tantos judíos de la diáspora, hay tantísimos israelíes de buena voluntad, que a la par que lloran a sus muertos de los últimos atentados suici­das llevados a cabo, no por milicianos de una causa, sino por «fascistas» de los del «paraíso en el cielo», suspiran por una paz justa, de fronteras seguras y armonía vecinal— cuántos criminales de guerra nazis, de extradiciones una y otra vez requeridas por Estados como Francia, viven o vivieron una vejez de oro con cargo de asesores estatales de los países limí­trofes? Alois Brunner, responsable directo de la deportación a los campos nazis de más de tres mil niños judíos parisienses durante la ocupación, fue alto cargo del Ministerio del Interior y la policía Siria... En el 2001 se celebró su juicio in absentia... Y como él, tantos otros. Otros, como el nazi Johann von Leers, que después de la guerra se convirtió a la religión musulma­na, adoptó el nombre de Ornar Amin y halló refugio, cobijo y molicie en el Egipto de Nasser, de quien fue asesor de pro­paganda. Von Leers murió en 1965. Pero en 1942, Johann von Leers escribió, como prefacio al libro Die Verbrechnatur der Juden («La naturaleza criminal de los judíos»), lo siguiente: «Si se puede demostrar la naturaleza hereditariamente criminal del judaísmo, entonces no sólo está cada pueblo justificado moralmente para exterminar a los criminales hereditarios, sino que todo pueblo que siga teniendo y pro­tegiendo a judíos es exactamente tan culpable de un delito contra la seguridad pública como quien cultiva gérmenes del cólera sin observar las precauciones adecuadas.» Criminal y propagandista nazi, y al cabo de la derrota de los suyos afilia­do a una causa ajena que se hermana con la propia a través de la obsesión «patógena». O más sencillamente, del «otro» entendido como «no-otro», como virus. Como deformación. Escribió Sartre, en un controvertido pero brillante ensayo, Reflexiones sobre la cuestión judía, que a veces o casi siempre basta con mirar al «otro» como distinto para convertirlo en un «judío» a ojos de los gentiles más agresivos. Si tildas de «judío» incluso a quien no lo es, termina siéndolo. Posible, si atendemos a los mecanismos más primarios del grupo (ya sea éste gentil-laico-progresista) y a sus derivaciones perversas y arquetípicas que dieron lugar, por ejemplo, al antisemitismo estalinista, que frente a figuras como Trostky o Rosa Luxemburg, se limitó a recuperar el viejo nacionalismo panruso-eslavista, reaccionario y temeroso de modernidades «burguesas» y de reivindicaciones territoriales, al precio de la sangre derramada en un GULAG de altísimo porcentaje de víctimas revolucionarias judías.
¿No saben que cuando el intelectual Ben Ami, ex ministro del progresista gobierno Barak —cuyo plan de paz rechazó de forma absurda y suicida el dictatorial Arafat, por una cues­tión de un tres por ciento del territorio que desbarató la casi inminente creación del Estado palestino y sentó las bases de esa Segunda Intifada que se ha convertido, al contrario que la' primera, en sinrazón de guerra abierta y cumbre de odio— se refiere a intelectuales como Edward Said, gran pensador pa­lestino, lo hace siempre en términos de elogio y admiración?

No me gusta, por lo general, la retórica abusiva de la pregunta que se auto responde... Pero acá tenía que hacerlo. Tenía que hacerlo porque llevo años sintiéndome en minoría, sin que eso me perturbe en exceso, respecto a la «cuestión judía». No me inquieta no gozar del beneplácito general en una mesa de restaurante, es un decir, no. Pero sí me inquie­ta la consiguiente pregunta, generalmente articulada con excitadas sonrisas: «Pero ¿cuál es tu religión?» Al principio, cometía el error de explicarles la firme promesa (que a la fa­milia de mi madre le representó muchos problemas durante el franquismo), heredada por generaciones, de no acatar el bautismo católico, en ninguna circunstancia, salvo la muerte, circunstancias ultímisimas o causas mayores... Luego entendí que explicar «eso», ese detalle nimio, pintoresco y literario, provocaba en mis interlocutores de todo tipo una vaga mueca de suficiencia. «Es que seguramente viene de conversos, por eso piensa así»...
No sé de dónde vengo, aunque por un lado familiar sé que vengo de no católicos. Eso no es para mí lo importante. Lo importante es que mi madre me habló de bien niña del drama del Holocausto. Me rogó que no olvidase jamás que una se­rie de gentes muy normales habían «votado» un programa electoral que excluía a muchos de sus compatriotas de la condición normal de ciudadanos. Lo importante es que a los ocho años ella me regaló el diario de Ana Frank, y aunque a esa edad no entendía todavía por qué esa niñita de trece años y ojos chispeantes que me miraban desde la portada de la edición francesa de bolsillo (dejé de ser amiga de una chica porque al echarle una ojeada dijo «merde, pero fíjate qué cara tiene de judía, cómo se le nota») arrancaba su diario, iniciado poco antes de que se refugiara en el escondite de Ámsterdam, hablando tanto de chicos —a mí a esa edad los chicos me parecían medio idiotas de tan parados—, supe que era mi amiga para siempre. Sigue siéndolo. Me sonríe, al lado de Marcel Proust, en mi estante favorito. Antes fue mi hermana mayor, luego mi hermana pequeña, y ahora es mi hermana atemporal. La que me dio mi madre, que no tuvo más hijos que yo, y a veces suspiraba y decía: «Qué escritora hubiera sido si ya lo era, con su capacidad de observación entre Gógol y Chéjov, qué pedazo de escritora es ya para siempre, y tan pequeñita.»
La hermana de Ana, Margot, quería ser comadrona en Palestina..., al revés que su benjamina, que soñaba con un futuro de periodista y escritora en Europa..., un futuro invalidado para ambas por el tifus concentracionario en Bergen-Belsen, 1945.
En 1963, y según relata la biógrafa de la diarista ado­lescente Carol Ann Lee, el hombre que detuvo a las familias escondidas en un desván de Ámsterdam hoy famoso en todo el mundo, Karl Josef Silberbauer, respondió a la pregunta de su entrevistador, el periodista holandés Jules Huf, acerca de si «lamentaba lo que había hecho», que «por supuesto que lo lamentaba». Porque se había vuelto un auténtico «margina­do». El problema no era otro que «cada vez que quiero tomar el tranvía tengo que comprar un billete como cualquier otro, ya no puedo mostrar mi tarjeta de policía».
Curiosa manera de sentirse marginado, luego de haber perdido una guerra... Los bebés gaseados y tiroteados por las SS y la Wermacht (sí, también ellos, y los nuevos documentos que salen a la luz muestran la connivencia de todo un Estado, de todos sus estamentos, a la hora de la aniquilación) no eran, según su visión del mundo, los «marginados». Su muerte era «justicia», y el auténtico «marginado» era él, que ya no disponía, en nombre de los servicios policiales realizados, del billete de transporte gratuito concedido a los «héroes».
¿Cómo explicarles a muchos de los jóvenes españoles que centenares de nazis hallaron cobijo en la España de Franco? ¿Cómo explicarle a tanta gente que sólo quiere saber de blan­co y negro, buenos y malos que en la Palestina «judía» — de la que por cierto ya escribió Chateaubriand, y muy bellamente, sobre sus misérrimos cien mil judíos súbditos del Imperio otomano en su libro de viajes De París a Jerusalén— de los años treinta, protectorado británico, únicamente la población judía, tanto la autóctona como la refugiada del nazismo, aunó esfuerzos y armas, además de sus brigadistas voluntarios, en defensa de una República española que los árabes de enton­ces aborrecían, en virtud de su transparente pacto de amistad germano-italiano?
Estoy escribiendo este artículo porque aún circula por mis venas la sangre y la savia de la indignación ante un ejerci­cio perenne de propaganda cuyas primeras víctimas son la población civil de uno y otro bando. La población civil Palestina, esos niños tiroteados, esas gentes de casas derrumbadas en la franja de Gaza y en la Cisjordania hermosa y trágica, me despiertan en mitad de la noche con su mirada implorante de víctimas. Arafat, con su cerrazón lamentable, les negó la paz que proponía el gobierno progresista Barak, y los arrojó a una nueva Intífada condenada al mayor de los fracasos. (¿Saben los jóvenes propales tinos españoles que ya antes de la creación del primer gobierno israelí los artífices de la construcción del Estado hebreo se enzarzaron en una lucha a muerte con las organizaciones terroristas judías, tipo Stern, que tenían en su haber muertes ignominiosas como las de los residentes en el hotel Rey David, de Jerusalén? ¿Saben que desarmaron sus enclaves y detuvieron, e incluso se enfrentaron a tiro limpio con sus dirigentes? ¿Por qué Arafat no hace lo mismo con el terrorismo integrista de sus filas? ¿Por qué los alienta?)
Estoy escribiendo este artículo a favor de Israel porque soy europea, hija del continente del crimen mayúsculo de la Shoa, los conflictos, la crueldad, la miseria y la belleza. Hija de Víctor Hugo, Franz Kafka, Emil Zola, madame Curie, Chagall, André Bretón, Picasso, Saint-John Perse, Louis Aragón, Marcel Proust, Natalia Goronchova, Karl Marx, Matisse. Judíos y no judíos en una Europa que no sería, no habría sido Europa, sin su raíz primera de religión madre y protectora del verbo, atenta incluso en sus descreimientos. Porque me siento espiritualmente laica, hija y hermana del judaísmo que de lejos o de cerca los forjó y los atemperó a todos ellos y a su herencia, que es la nuestra, cabalística y ra­cionalista, fantasiosa y realista.
Porque aborrezco la mentira.
Esa misma que leo a diario en ciertos columnistas que alaban al sistema occidental como si éste naciese de una col, y no de las luchas sindicales saldadas con muertes que han conquis­tado derechos civiles y democracia y semanas de cuarenta y de treinta siete horas. Esa clase de columnistas, portavoces del ¿liberalismo? dan gracias a una memoria que una y otra vez entierra a los Franklin Delano Roosevelt, a los Olof Palme y a los Rosa Luxemburg asesinados de este mundo de men­tiras mediáticas y monumentos a los ignorantes que llevan en la frente el tatuaje petrolero (¿en nombre de la «libertad» no somos acaso aliados de dictaduras como todas aquéllas regidas por una sharia heredada de brutales pastores medie­vales que condenan perversamente a las mujeres al papel de paridoras sin placer —ablación del clítoris, «entendida» por tantas neo y viejo feministas en nombre de una «diferencia cultural» que no es sino monstruoso ejercicio de tortura—, en nombre de la libertad no condenamos a unos pueblos al bombardeo y a otros, idénticos, al papel de «amigos» produc­tores?). Contra esa clase de mentirosos, y de conversos a lo peor de un sistema que ya no es Manchester ni su esclavitud laboral de niños gracias a los movimientos sociales y contra sus detractores de «izquierda» sin imaginación ni más pro­gramas que el de las sustituciones burocráticas en el poder, defenderé al Israel de mis sueños de niña y al de las reali­dades conquistadas. Cuando escucho decir que ahora a Israel «sólo» la defiende la derecha, me pongo enferma... Porque ¿en qué piensa esa supuesta izquierda española que no lee, no estudia los orígenes de un Estado nacido de la mayor de las desgracias, no entiende que sin Israel la escasa población judía del continente se vería de nuevo hoy amenazada por la extrema derecha haideriana y lepenista, entre otras?
Días atrás, leí en el dominical de El Mundo un avance del libro del periodista Alfonso Torres, titulado El lobby judío. Poder y mitos de los actuales hebreos españoles, publicado por la «Esfera de los libros»... La entradilla comenzaba así: «ESTÁN en la banca, la Justicia, la hostelería, la construcción, el textil... Los judíos españoles se mueven en los círculos más poderosos y mantienen contacto con la élite económica y política. Contar con el respaldo del "lobby" hebreo incluso puede librarles de la cárcel.» El libro, bastante anodino y muy periodístico, del reportero en cuestión, no es ni a priori ni a posteriori aparente­mente antisemita... Pero dicha entradilla sí lo es. Así como lo es la mera idea de un libro que no busca ofrecer información sobre las comunidades judías, ortodoxas o de la reforma, lai­cas o religiosas, existentes en nuestra vieja Sefarad, sino un cúmulo de «datos» sobre el «poderío» de los hijos de Sión en la península. «Están en todas partes», y el artículo (y el libro) vienen acompañados de una serie de fotos de ciudadanos de origen judío, triunfadores en sus profesiones de empresarios,cantantes, actrices, diseñadoras de moda... Y yo me pregunto, y les pregunto: ¿Y los leoneses...están en todas partes? ¿Y los andaluces... están en todas partes? Hagan la clásica lista antisemita con nombres no judíos...,con leoneses, andaluces, gallegos, catalanes, da igual. Se lo garantizo.Sus elegidos estarán siempre en todas partes. Porque siemprehabrá una diseñadora, un escritor, una actriz... Elegidos del momento o de la historia, es igual. Ustedes, los redactores de la lista, también los olvidarán al cabo de una, dos, tres semanas.
Pero si fuesen, si son judíos, no los olvidarán.
Porque el antisemitismo cristiano de siglos, apoyado por elanden régime del mundo tenebroso que intuyó la caída de susprivilegios rurales a manos de una burguesía naciente y de una aristocracia financiera, dispuesto a ceder terreno a costa de que «cambiase mucho para que no cambiase todo», ese mismo mundo al borde del abismo que en la década de los veinte del siglo que se fue popularizó la superchería infame de los Protocolos de los sabios de Sión, introdujo siglos atrás el temor de los hijos a los padres. De los conversos a los padres.Y ese mismo temor primigenio ha legado odio a los actúa­les terroristas islámicos. Se suicidan no a favor de algo (lapatria que nunca existió, la Palestina mítica y sagrada paralos tres monoteísmos), sino contra algo. Se suicidan contra el«Padre» fundador, pero ni siquiera lo saben.

Como no lo sabe la izquierda vana y derechosa que no busca «entender», sino condenar, como sí lo sabe la derecha que busca utilizar y aprovechar...
Cuando me preguntan por qué soy pro israelí, siempre respondo lo mismo: «Por justicia, porque odio los pogro­mos, el antisemitismo que engendró el nazismo, porque soy demócrata y de izquierdas, porque soy hija de la Europa que asesinó a uno de sus mejores y más pacíficos pueblos (y el úl­timo pogromo tuvo lugar en la Polonia liberada de los nazis en 1947), a los hijos del verbo que nos dio los diez mandamientos, entre ellos el "no matarás", que hago mío, salvo en aquellos casos en que esté en juego mi propia supervivencia y la de los míos, la de quienes creen en la vida civil no regida por dioses que nada saben de los hombres y las mujeres.»
Cuando me preguntan por qué me gustaba el gobierno Barak y me inquieta y me disgusta el gobierno Sharon, res­pondo: «porque son distintas maneras de resolver problemas, y esta última entraña más sufrimiento cosechado en muertes de inocentes. Pero la raíz del problema es la misma que en 1948, porque fue Arafat quien rechazó el plan de paz, quien no dio la oportunidad a su pueblo de construir un modus vi-vendi civil y no religioso». Y añado, asimismo, que porque soy una mujer.Y todos sabemos lo poco, poquísimo, que valemos las mu­jeres en un mundo musulmán que no ha hecho su revolución civil, su reforma religiosa (¿saben los jóvenes españoles que hay, en Israel y en la diáspora, mujeres rabino en la interpre­tación judaica de la reforma, que las niñas hacen hoy su Bat Mitzvá, o del judaísmo sólo conocen a esa minoría hasídica y ortodoxa que fotografían siempre los antiisraelíes?).No he querido ser sentimental en este artículo. Podría haberlo sido, amé Tel Aviv y Jerusalén desde mucho antes de conocerlas, de la mano de Juan Carlos Vidal, de Alicia Ramírez, de José Benarroch, de tantos otros seres con quienes me crucé en una estancia tan breve como fulgurante. Ahora las amo para siempre y, como antaño, desde siempre.Pero si me preguntan por qué soy pro israelí, trato, una vez más, de separar corazón y cabeza.Digo que me gustaría pasar como visitante de un Estado hebreo a otro palestino con una sonrisa en los labios. Y que en el segundo no se soñase con paraísos detrás de la muerte, sino con simples purgatorios a este lado de la vida.Porque soy demócrata, porque soy de izquierdas y porque soy mujer, sueño con una Palestina libre, independiente y sin muertos civiles de guerras fratricidas, donde pueda sentirme en casa, lejos de clérigos e imanes furibundos que prometen huríes y aconsejan Goma.Del mismo modo que me siento en casa en un museo, un aula, un salón familiar o un kibutz en Israel, freno antisemita y utopía del verbo hecho carne. Carne asediada, pero carne viva y libre.


Juana Salabert
(París, 1962) nació y se educó en Francia, donde sus padres vivían el exilio franquista. Sin embargo, ha escrito siempre en español y ya desde sus primeros libros 'Varadero' y 'Arde lo que será' (finalista del Premio Nadal), publicados ambos en 1996, se ganó un lugar entre la crítica y los lectores españoles. Posición que se vio confirmada con la concesión del Premio Biblioteca Breve por su novela 'Velódromo de invierno' (Seix Barral, 2001), que desnudaba el horror nazi a través de los asustados ojos de una niña.

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