Lejos, no se sabe si en el tiempo o en el espacio, una vez existió un pueblo. Un pueblo pequeño, de habitantes felices, pero también tristes; habitantes gentiles, pero con sus problemas, habitantes que eran personas, habitantes con la particularidad, o no, de ser humanos.
El pueblo, fundado con esfuerzo y sacrificio, impulsado por los sueños de los inmigrantes, crecía; tan rápido o tan lento como suele pasar el tiempo. Y había algo en ese pueblo que, a pesar del paso del tiempo, a pesar de los humores y a pesar de los problemas que surgen en cualquier grupo social; había algo que hacía sentir a sus habitantes parte de una identidad común, de un pasado común; algo que los unía y los hacía sentirse parte del pueblo.
Eran tiempos de la ley a rajatabla, de los varones abajo y las mujeres arriba, del shil repleto desde donde se elevaban los agradecimientos a un Di-s que sonreía complacido. Nunca se nombraba la palabra minián; nunca se contaba, lastimosamente, la cantidad de personas que asistían a la fiesta más importante.
Pero el tiempo, rápido viéndolo desde aquí, paso. Y el shil poco a poco dejó de ser popular. Los niños felices que antes correteaban entrando y saliendo y golpeando la puerta de entrada ahora son grandes señores, ocupados en sus negocios, ocupados en sus problemas, preocupados por la actualidad, sin tiempo de hablar con Di-s. Sin embargo el shil volvía a llenarse para las fiestas, ya todos abajo, porque eran muchos los asientos vacíos de los que se habían alejado del lugar donde la historia común había logrado que los habitantes se sientan parte de su pueblo.
Y el tiempo inquieto siguió corriendo, cuando ya pocos le gritaban que se detuviese, desde los asientos de madera que habían sido testigos del bullicio del pasado, que aún flotaba en el silencio del solitario shil, abandonado incluso por Di-s. Y los pocos que quedaban creían ver el shil repleto, creían escuchar las melodías de las oraciones y las puertas golpeando. Y se quedaban mirando por unos segundos un mundo que no existía a los ojos de los demás, aunque fuera solo un mundo de recuerdos construido sobre su locura. Los pocos que quedaron se fueron despacito, mientras se dejaba oír el reloj que antes nunca se hubiera escuchado, y cerraron la puerta que ya no volvería a abrirse.
Pero nadie lloró en el pueblo, en el que sus habitantes dejaron de compartir una identidad común. Y los jóvenes siguieron con sus ideas revolucionarias, los adultos con sus ocupaciones, y los viejitos muriendo, con el recuerdo del pueblo que dejo de ser.
Y ustedes creerán que este pueblo no está tan lejano en el tiempo o en el espacio, aunque les haya dicho que si. Será porque compartimos una historia, que de a poco se esta olvidando, en algunos libros que no queremos abrir. Yo soy habitante de mi pueblo, y quiero sentirme parte de él. No quiero que dejemos de ser lo que somos para empezar a ser solo habitantes de un lugar, ya no de nuestro pueblo. Que no nos pase, a nosotros no. En este Rosh a shaná, no recordemos el pasado… construyamos el futuro.
Por otros 5768 años más, lejaim
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