“Ya no importa el año, los días o las lunas que pasaron. Eso también es parte del ayer, ese ayer en lo conocido, cuando las calles, el aire y la gente hablaban mi idioma y donde yo jugaba sabiendo que todo era mío y nunca lo iba a perder. Esto ahora quedo atrás, mi mundo quedó allá. Pero ésta es la tierra de las oportunidades. Acá no pasaremos hambre, ni guerras. Encontraremos la paz para mi hijo y la felicidad vendrá de a poco, junto con nuestros pequeños sueños que irán siendo realidad. Para vivir la nueva vida, deberemos olvidar la anterior” escribía Selka, mientras la carreta avanzaba lenta por la llanura interminable, mientras el cielo sin nubes parecía olvidar a aquellos inmigrantes que buscaban sus sueños en esa tierra llena de futuro. O de promesas de futuro.
La historia nunca comienza, siempre estuvo. Debemos elegir desde donde contarla. Podría empezar cuando los Bosky deciden abandonar Rusia para llegar a ese país lejano y desconocido, abandonar su hogar, sus amistades y su mundo por sus sueños de paz, prosperidad y futuro. Podría empezar en los miedos y las ilusiones del viaje, o en la impresión de la llegada. Podría empezar con la imagen de Teodoro trabajando la tierra vacía, y Selka mirando con su panza de varios meses. O podría comenzar todo con las primeras cooperativas del lugar, con esos hombres fundando un pueblo de la nada. Con la construcción del primer camino. Podría no empezar.
Laura acomodaba la ropa en el bolso, sin saber que sentía al hacerlo. Un poco ilusionada, un poco con esperanza, pero con cierta angustia que aún no era tristeza, con algo de miedo; pero no a lo desconocido, sino a dejar su lugar.
La casa iba quedando vacía, aunque no iba a llevarse muchas cosas. Sólo ropa y algunas anotaciones: no quería, por ahora, recordar. Pero la casa así estaba distinta, tenía otro aire… pedía algo: la despedía; o quizás insinuaba abandono. Pero las paredes no hacen eso: Laura era la distinta. Aunque a veces, las paredes sí hablan.
Laura levantó el bolso, y fue caminando, como si no le importara, hacia la puerta, cruzando lo que fue su casa durante tanto tiempo: simulando a si misma que eso no tenía valor.
“-¿Te vas?¿Cómo que te vas?- la pregunta era incrédula, pero a Ana le iba creciendo amargura e impotencia.
-Si, me voy… no sé a donde, Europa… para probar.
Ana amagó decir algo. Pero estaba pensando… aun no sabía que decir.
-Las cosas están mal, Ana- intentó justificar Laura- Acá no crezco, no tengo oportunidades. Hace años que enseño en esa primaria y nunca crecí, quiero usar mi título, quiero vivir cosas nuevas…
Ana seguía sin saber qué decir. Trataba de ordenar sus pensamientos.
-¿Lo entendés?- preguntó Laura con esperanza.
Ana, buscó una silla con la mirada perdida en algún punto. Se sentó. No la miraba…
-Los que se van… abandonan, Laura- dictaminó.
-No, yo no. Yo quiero el pueblo, quiero la Argentina y…
-Los que se van- dijo con pesadumbre- abandonan, Laura. Claro, es más fácil: te vas, conseguís trabajo de portera de hotel pero te pagan bien, haces plata: te va gustando el lugar porque allá es fácil, las cosas están hechas.
-Ana…
-Es egoísta eso, ¿sabés? Es fácil irse y triunfar y decir lo bien que representás Argentina allá, y cómo extrañás los mates… pero te vas, ¿entendés eso? Te vas, y no haces nada. Te cagás en el país que te vio crecer, que te dio todo lo que pudo: estudiaste, tuviste amigos, te reíste, lloraste, te enamoraste… pero te vas. Y nos dejas acá solos, te vas y nos dejas a nosotros para que cambiemos todo, para hacer de este país el lugar hermoso donde aprendimos a vivir. Pero eso se hace trabajando, se hace con tus manos y acá adentro, bancándose todo porque este es tu lugar.
-¿Qué querés que haga yo acá? Decime, ¿qué voy a hacer? No voy a cambiar el país, allá voy a…
-Triunfar- interrumpió-. Allá vas a triunfar, y vas a ser el orgullo de este pueblo muerto sin héroes, serás el ejemplo: el símbolo.
-No digas boludeces…
-Pero los símbolos no abrazan, ¿sabés?- siguió sin escuchar- Vas a estar en las charlas de todos, vas a estar en carpetas de adolescentes y en chusmeríos de viejas, vas a representar al pueblo, y te van a querer. Pero sin conocerte: los símbolos no sienten, no lloran, no sufren. Los símbolos están flotando en los pensamientos, pero lejos del corazón. Los héroes no van a abrazarme cuando esté mal, no van a llorar conmigo cuando nazca mi hijo, no van a mover la tierra o mancharse los dedos con tiza o estar en una marcha y gritar con el pueblo: los símbolos serán carteles y nuestras palabras. Pero no necesitamos símbolos, necesitamos de gente, de nosotros: no vamos a figurar en libros o en la memoria de muchos, pero somos los que mueven todo. No habrá reconocimiento, no estaremos en el cuento del abuelo a su nieto: pero haremos. Los símbolos están. Nosotros hacemos.
-¿Qué decís Ana?- Laura no entendía- Quiero irme. Me cansé de mi vida rutinaria, de mi vida con días iguales, quiero algo nuevo. Además, es sólo un tiempo… capaz vuelva.
Ana la miró por primera vez. La miró con tristeza, y los ojos de Laura le suplicaban que la entienda.
-Los que se van no vuelven…- dijo más calma, más triste- no vuelven, ¿entendés?
Laura fue a abrazarla.
-Te prometo que sí- le dijo al oído.
Y Ana quiso creerle. Después los años le demostrarían que cuando imagino que Laura iba a sufrir al principio, pero iba a ganar la plata que no tendría acá; que se iba a enamorar, que iba a tener otras amigas, que iba a extrañar pero se iba a ir acostumbrando, hasta que el pueblo sea un recuerdo y ese lugar sólo un lugar que no sentía suyo, que no era suyo, pero del que no se iba a ir, porque creía estar bien, cuando bien es lo material. Y cuando imaginó que volvería por poco tiempo a veces, sólo para ver como todo sigue igual pero más viejo, y para que Ana vea como no cambió por dentro: sólo que sus vidas no son las mismas; y no era menos amiga: ahora su amiga era otra, y a esa otra le contaría los secretos, y le compartiría un pedazo de vida, como antes hacía con Ana… Los años le demostrarían que no se equivocó. También pensará que no está tan mal, porque para ese entonces ella también habrá cambiado. Y va a saber que nunca le creyó: pero era más fácil creer y no llorar, a odiarla y tener razón. No tenía fuerza para lo último.”
Laura atravesó el comedor y abrió la puerta, queriendo no saber que ya no lo volvería a hacer.
“Bueno, yo- decía nervioso Martín, mientras se le cruzaban las mil formas de decir lo que nunca se animaba a decir.
La puerta estaba entreabierta. Laura desde el lado de adentro esperaba que Martín lo diga: ella también necesitaba querer.
-Hace mucho- empezó Martín, sin decidirse, pero para ver si algo lo ayudaba- que nos conocemos, y yo… yo siempre me fije en vos y sos una gran persona, y sos… muy linda- Martín no levantaba la cabeza. Laura lo miraba: esperaba encontrar sus ojos- y… te quiero. Te quiero y quiero decírtelo, porque me gusta tu forma de ser y me gusta cuando hablas y cuando reís y…- Laura le levantó la cabeza, sus ojos se encontraron.
Ninguno olvidaría esa noche.
Mientras, las estrellas iban trazando un destino. Tenían otros cielos para quienes descubrían el amor: sabían de finales, y nadie recuerda un amor; todos piensan que es lo que se sufre después.
Martín apoyó el viaje de aventuras: le importaba verla feliz. Laura solo le contó sus sueños, mientras crecían las ganas. Todo podría haber sido distinto: ninguno tuvo valor para desafiar al amor”.
Cerró con llave, y recién después giró, y vio el pueblo. No creía que eso le podría importar, pero por ese momento no pudo simular.
Levantó el bolso, y empezó a caminar. Las calles vacías eran las mismas de todas las tardes: la siesta no se fijaba en lo que se podía hacer.
Caminó. El verde de las veredas, las flores, las casas, el aroma a algún asado, la suavidad y frescura del pasto recién cortado, algunos pajaritos volando. Sus árboles: de chica los trepaba con sus amigos de barrio.
El cielo estaba sin nubes. No podía recordar cuándo las tuvo. Se preguntó si significaría algo: tal vez sí, pero no lo que hubiera pensado. No fue por eso que no pensó.
Avanzaba lento, porque caminaba sin ver. Los recuerdos le caían encima, desordenados, sin sentido… o llenos de sentido.
La calle que alguna vez fue su mundo. Había vecinos que ya no estaban. Ya nadie estaba: quienes quedaron, ya no corrían ni gritaban por las calles; ahora inventaban ser adultos. El árbol donde había dibujado un corazón con el nombre del chico que le gustó todo un año: cuando se fijo en ella, ya no lo quería. Aquella pared que ocultaba sus sueños de niña encerrados en una botella para que alguien alguna vez los descubra. El patio de esa viejita buena que les regalaba frutas… nunca pensó por qué ya no estaba. El perro que siempre la asustaba ladró otra vez: ya se lo notaba viejo. El kiosco de la esquina, la casa más linda del pueblo… este camino hacía cuando escribía poemas de amor y soñaba viajar. No le pareció, ahora, estar cumpliendo un sueño. En esa plaza que ahora cruzaba, alguna vez, se sintió nerviosa junto al dueño de su primer beso. Todavía no dudaba del amor. La escuela apareció allí: su trabajo, niños gritando y riendo… la querían. Pero no, ahora no era maestra: era una nenita con trenzas, que corría y se veía feliz.
“-Cuando sea grande, voy a tener una casa, y un hijo, y voy a ser maestra como mi mamá- le aseguraba esa niña a Anita, una de sus amiguitas de ese recreo”.
El bolso empezó a pesar. Laura salió un poco de si misma. Faltaban pocas cuadras para la terminal, su destino… el final.
Laura intentaba poner humor, sin plantearse que la razón era no pensar, aunque lo supiera. “Menos mal que el bolso venía vacío”- se burló de sí misma.“-¿Cuántos ojos me estarán viendo entre las persianas ahora?”- Rió, sabía que eran muchos.
Dobló en una esquina. A unas cuadras, se veía la vieja (que no intentaba aparentar) estación.
“El tren trajo progreso- decía la joven abuela-. Venía mucha gente porque acá había trabajo y muchas cosas por hacer.- Sara miro a la niña de nueve años que escuchaba con ojos abiertos y hermosas trenzas. Se preguntó qué entendería.- Mis padres llegaron antes… cuando ellos llegaron no estaba el tren, ni el pueblo… esto era un campo gigante sin alambrado. Tuvieron que trabajar y de a poco fueron haciendo las primeras cosas que ahora nosotros tenemos- la niña seguía con la misma cara de asombro, pero no preguntaba por qué.
La abuela acarició la cabeza de la niña.
-¿Sabes, Laura…? Mi mamá se llamaba Selka; era parecida a vos. Ella… siempre soñó volver. Vio nacer y crecer este pueblo, le gustaba, lo quería: le había dado todo lo que le pidió. Pero… no era su lugar. Siempre quiso volver a su pueblito en Rusia… nunca pudo olvidar su lugar. Le brillaban los ojitos cuando recordaba algún momento alegre de su vida allá… Decía que iba a volver, siempre lo decía. De muy viejita, creía estar allí, y nos confundía con unas amigas que había tenido… quizás ahora este allá- dijo, con la voz quebrada, y abrazó a la pequeña Laura, que no entendía muy bien.”
La terminal. Faltaba solo una cuadra para llegar. Sin notarlo, había apurado el paso. Desaceleró un poco, no tenía apuro. Nunca lo había tenido: vivió sin apuro, como se vive en los pueblos tranquilos donde el tiempo es largo y alcanza para todo.
Pasaba una bici. Una señora (imaginó que muchos en el pueblo sin conocerla sabían de su vida…también de la suya) con un nenito atrás.
“-¡Seño!- gritó el nenito y saludó contento.”
Laura sonrió. Ese nene era igual a su padre: con él trepaba árboles en su infancia… descubrían la primer sensación de lo que después en las escuelas les enseñarían que se llamaba libertad.
Paró, a media cuadra de la terminal. Se sentó sobre el bolso y apoyó su cabeza sobre sus manos. Las imágenes de su infancia, su adolescencia, de ahora, de ayer, los momentos alegres giraban y no podía no pensar en ellos, no sabía evitarlos.
-¿Por qué me pasa esto?- se preguntaba, con resignación, aunque hubiera preferido hacerlo con bronca- No lo entiendo. Estaba tan decidida, ¡me quiero ir! Quiero… tener una nueva vida, crecer, ser feliz.
-¿No sos feliz acá?- interrumpió esa voz desde dentro suyo… esa voz que sabía todo sobre ella, pero no lo decía.
Se quedó sentada, pensando, con la mirada perdida, vacía por dentro. Tantos meses de preparación, de hacer arreglos, de imaginar caminos y nunca se preguntó si era feliz. Nunca pensó en la felicidad, nunca se planteó qué quería. Sólo hacía lo que pensaba quería hacer. Pero no se le ocurrió enfrentarse a si misma y preguntarse si realmente ese era su deseo.
Se levantó. La gente que la había mirado (entre las persianas, pensó) seguramente se preguntaban el por qué de su extraña actitud. Dijo no importarle, pero por eso es que se paró y llegó a la terminal. Dejó su bolso cerca suyo y se sentó en uno de los bancos de madera.
Había una joven pareja mirando a los revoltosos niños que hacían piruetas con sus bicis. Hablaban de tener hijos, de cuando tengamos, decían. Unos adolescentes estaban esperando, hacían chiste de todo. Viajarían a un pueblo próximo, algún boliche, algunas novias, alguna aventura. Allí estaba Cristul, recostado en una columna, andrajoso, como siempre. Dormía en la terminal, probablemente. Debía conocer los pájaros de este lugar, sabía seguramente de las cosas hermosas y escondidas de este pequeño pueblo. No cumplía horarios, no se quejaba del mundo. Vivía, y alegraba a quien se le acercaba: no molestaba con sus tristezas. En su sueño seguramente sonreía. Tal vez soñaba con una gran casa, familia, vestir bien. En su sueño tenía un auto, y dinero. Era un vecino respetable. Una mosca se posó en su nariz y despertó calmadamente. Vió a Laura y observó que lo estaba mirando. Le sonrío, y la hizo sonreír. Quizás sonreía porque había despertado, y le gustaba más su vida que su sueño. En el sueño, no era tan feliz.
Y entonces Laura se preguntó si él soñaría con irse del país. Supo que no. Los que se van diciendo que están mal, no lo están en realidad. Los que están mal, tienen otro sueño: quieren crecer acá, poder trabajar, poder aportar. No saben de otros lugares, ellos quieren este: el suyo. Y se quedarán a hacer lo que puedan por él, aunque lo único que hagan sea quedarse.
Laura se acomodó en el banco. Cada vez que dejaba de pensar creía despertar de un sueño. Juntó sus manos, estaba nerviosa. Sabía que faltaba poco para irse, y toda su tranquilidad se había transformado en dudas.
En ese último momento, comprendió que no podría vivir fuera de allí. No podría no volver a ver a sus amigas, no podría no pasear por las calles con Martín en las noches de cielo estrellado. No podría vivir sin despertarse con la luz del sol que entraba por la ventana, prepararse un mate en su hogar, mirar rápido las noticias argentinas, ironizar para no llorar, dejar algo de música nacional y atender el teléfono, cuando Ana le diría que a la tarde pase un rato a tejer un poco, y así charlarían de sus vidas, de sus sueños, de sus sentimientos, y pasarían la tarde como todas sus otras tardes. Entonces correría a la puerta porque el cartero le había dejado un sobre que había sido escrito en la otra orilla del Atlántico, con letras corridas (como las suyas…), que le contaban de la hermosa Rusia junto a la nostalgia por su verdadero lugar. Entonces se quedaría leyendo la hoja un rato, con manos temblorosas, y la dejaría para limpiar los cuadros de sus viajes y al ropero que guardaba las fotos de su pasado, que pocas veces se atrevía mirar. Regaría las plantas y saldría a las calles de aire conocido, se saludaría con los vecinos que acomodaban sus jardines, entraría a secretaría donde las señoritas de delantal blanco comentaban las novedades del pueblo, para después escribir con tiza en el pizarrón las enseñanzas de esos niños que serán futuro: estaban moldeando el mundo.
Supo entonces, que esa era su vida, y que le gustaba, y que esas cosas normales eran su felicidad, y que no necesitaba más, y que no necesitaba otra cosa; necesitaba esas.
En ese último momento, supo que no hacía lo que quería.
En ese momento se arrepintió. Pero nos acostumbraron a respetar las decisiones de la razón.
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