Con el mayor de los sigilos, el hombre abre la puerta y sale de la casa. No quiere que nadie lo sepa, que nadie se entere, vano intento de conservar su secreto en un pueblo. Pero esa noche marcha feliz; tonto, cree que no lo vio nadie. Salvo un nenito, pero que puede preocupar un nenito.
Desde una ventana, con la persiana apenas abierta, alguien intenta resistir la excitación hasta la mañana.
El efecto chusma es increíble: cualquiera de esas viejas de las esquinas que no devuelven la pelota se convierte en un experto paparazzi, las calles en un gigantesco teatro de farándula y cualquier paso que hagas, cualquier movimiento que quieras ocultar, al otro día todo el mundo lo va a saber.
Entonces, alguien que ni siquiera sabes quién es se lamentará o alegrará por vos en la charla de todas las edades del pueblo, charla de kioskos y oficinas, charla de sobremesa y seriedad, todos opinando sobre lo que hiciste o no hiciste o debiste hacer y vos pretendías que sea un secreto.
El hombre sale a la calle, a la mañana siguiente. Temprano, en la mañana siguiente. Feliz, ignorante de que todos ya lo saben. Y camina por las calles y todos lo miran, y cuando ve las sonrisas y los comentarios por lo bajo en torno suyo comienza a sospechar de que el secreto no es tan secreto, de que ya todos saben lo que no les importa saber, de que anda a saber que historia les contó la vieja que se la pasa mirando entre la persiana la casa de en frente.
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