viernes, 17 de octubre de 2008

Los límites-Noemí Paz

Este cuento es parte de otro libro que vale la pena leer completo, que se llama el circo y debe ser bastante viejito. Y el cuento lo elegí porque no sé, pero leanlo todo! aunque yo no lo leería por el hecho de que me digan que lo lea, pero bueno..


Pasó las manos por las paredes desnudas. Amarilla sobre el verde se veía la ausencia de los cuadros. Más compacto, más duro que nunca cada muro revelaba la imposibilidad de una huida.
La puerta cancel, abierta, se daba de boca contra la calle. Recibía el eco de la plazoleta triangular con su única banco, debajo del farol.
De pie, en medio de la vacía habitación, ahogados ya los ladridos del perro que se llevara el camión de la Sociedad Protectora, sentía el vacía de cada cosa, un vacío total, definitivo.
Era como si cayese desde el aire mismo. Sí. Era la sensación exacta de una caída lenta, sin apoyos.
Un hombre subía al improvisado carro el ropero con espejo de luna y la mesita de luz con su vieja madera arañada, la cama de altos barrotes deslustrados y la mesita chica pero demasiado grande, sin embargo.
Todavía estaban ahí, en el cuerto contiguo, esos dos, los españoles, un matrimonio. Contentos. Habían regateado bien, por pocos pesos se llevaron todo; el aparador grande, el aparador de cocina, las sillas, todo. Hasta la lámpara de pie, recuerdo de familia.
Recuerdo de familia.
Los españoles. Contentos. Ella le había dicho:
-Me casé hace un año, ¿sabe? No veía la hora de irme a mi casita. Es pobre, claro, pero siempre resulta mejor que vivir con los suegros, porque los míos aunque no son malos ¿sabe?...
Y seguía contándole mientras miraba los muebles. Reía, pasándose las manos por las anchas caderas y hablando del hijo que iba a nacer para noviembre, porque ya estaba de cuatro meses...
Hablaba, hablaba. Y el marido, el mocetón fornido y rubicundo preparaba el camioncito para llevarse todo. Hasta la lámpara de pie, recuerdo de familia.
Oh, qué inmenso vacío ese espacio sin límites por el que venía rodando despacio desde hacía tanto tiempo. Todo por huir de los límites.
Se sentó en el suelo, las palmas de las manos húmedas y frías flanqueando sus lacios muslos.
Siempre había sido una sensación. Era demasiado difícil explicarse por qué una siente esto y no lo otro. Sólo una sensación. Claro. Los límites. Como las paredes. Igual. Por ejemplo ahora mismo desde ese largo túnel vacío miraba a la mujer con su vestido floreado y su melena crespa y al hombre, en mangas de camisa, mostrando el pecho negro, cubierto de vello hasta la nuez. Miraba las caderas anchas moviéndose en la vecina habitación. Miraba los pantalones ajustados marcando el movimiento vertical entre las ingles. Oía las risas cómplices, saludables, jugosas, y no entendía.
¿Qué era lo que no entendía? ¿Qué era lo que nunca había logrado entender? Poco sabía ella de filosofías, de palabras difíciles, de explicaciones anlíticas. Simplemente no entendía cómo. ¿Cómo qué? Cómo una mujer (porque ella era mujer y todo le resultaba más fácil referido a las mujeres) cómo una mujer podía aceptar a un hombre, vivir con él...
No, claro. No era en el cuerpo en lo que ella estaba pensando. El cuerpo sí. Con el cuerpo debía resultar fácil. Ella lo imaginó muchas veces a lo largo de sus infinitos años. La oscuridad. La oscuridad cubriéndolo todo y el cuerpo feliz, inocente, elemental, libre.
Su cuerpo.
Pero después. Después no. Después huir. No saber nada más. Ser una desconocida, una mujer sin cara, sin nombre, sin fecha de nacimiento, sin domicilio. Ser libre. Libre como lo podría haber sido su cuerpo en las sucesivas aventuras imaginadas dentro de su libre soledad. Porque lo que no podía entender era la vida con el otro. El otro siempre sería un límite. Como una pared. Se le ocurría a veces imaginar el mapa de la República como una agujero en la pared. El mapa tiene límites. El otro también. Había que acomodar cada gesto, cada capricho, cada deseo a los límites del otro.
Límites. El mapa en la pared. La cárcel para su no querer.
Y no se animó. No se animó a nada. Nunca.
Cuando tenía treinta y cinco conoció a Damián. Y Damián era igual que ella, no se animaba. Venía a verla, tomaba mate, charlaba un rato, y se iba. Le gustaba la música a Damián. Se revolcaba en la música, seguro, porque la música no tiene límites. Una vez le dijo que había leído un libro "en los conciertos siempre podemos encontrar a nuestros amigos tímidos".
La música lo deja a uno ser lo que es -decía él- no lo estorba. La música es ancha, permite respirar. Seguro. Damián tampoco se animaba. No le gustaba tener que lidiar con otros -decía- los otros complicaban la vida, no eran cómodos como la música, había que acomodarse a ellos.
Oyó, como entre nieblas, el saludo de los españoles. Ya se iban. Alegres. Por unos pocos pesos se llevaban todo. Ellos necesitaban muebles, ella, en cambio, para qué los quería.
-Oiga, doña, ya está todo el carro. ¿Adónde hay que llevar los cachivaches? Mire que el caballo se impacienta, doña.
Dio al hombre la dirección de la piecita, en Villa Domínico.
-Oiga, doña, ¿quiere que la lleve en el pescante? No se va a quedar todo el día ahí, en el suelo...
Pucha que da lástima este asunto de las demoliciones y los desalojos... y hoy es cosa de todos los días. La ciudá crece, dicen los diarios... Y siguió hablando el hombre, de seguro compadecido, para entretenerla. Pero ella no lo escuchaba. Contestó que no cuando volvió a decirle:
-Oiga, doña, ¿está segura de que no quiere que la lleve?
Y después el hombre se fue con su carro donde se balanceaban la cama de altos barrotes, la mesita de luz toda arañada, el ropero con espejo de luna y la mesita chica, demasiado grande sin embargo.
Miró las paredes, desnudas, opresoras, y de pronto la asaltó una duda que le llegaba con atraso, ¿no será que Damián y yo nunca supimos querer a nadie?
No pudo contestarse. Ni siquiera entender. La pregunta era demasiado grande, rebotaba como un globo de goma por las habitaciones de la casa vacía. Rebotaba en el túnel de nada en que ella estaba cayendo y no la ayudaban a sostenerse, no, al contrario, parecía que largaba aire al aire y lo hacía más denso y asfixiante.
Algo, una especie de voz debajo de los blancos escombros de la nada, pareció responder, pareció decir que sí, que era eso nomás. Pero ¿qué ganaba con saberlo?
Se levantó, no tenía ganas de caminar. Quedó de espaldas contra la pared, como atrapada.
La puerta cancel, abierta, se daba de boca con la calle. Y en la calle apretada de sol y sombra todo se movía, todo marchaba, todo tenía voz para llamar, para pedir auxilio, para gritar.

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