Respecto a Israel, nada resulta sorprendente. Son tantos los años de demonización, que algunos ya estamos blindados. A la mítica Eretz parece que ninguna razón le asiste, a pesar de sufrir sesenta años de acoso bélico, en forma de guerra directa, o de gota malaya terrorista. Como tampoco es aceptable ninguna defensa, a pesar de que sus enemigos tienen como único objetivo, destruirla. Y, por mucho que haya ganado duramente el derecho internacional, ningún derecho la protege, asediada por una geopolítica cuyo accionar depende de los intereses de los países árabes. Es el Estado del mundo más vigilado y criminalizado y, sin embargo, el que más riesgo de supervivencia padece. De hecho, el único que realmente podría desaparecer si los delirios totalitarios de Irán o del terrorismo yihadista llegaran a buen puerto. Decía, pues, que nada puede sorprender, porque es difícil imaginar más inquina contra ese pequeño y torturado país. A pesar de ello, lo que ha ocurrido en el Salón del Libro de París causa una honda desolación. Uno puede imaginar que Libia, cuyo presidente tiene cuentas pendientes con el terrorismo en Europa, impida en la ONU una condena contra el asesinato de niños en una escuela. La vergüenza de una ONU secuestrada por el voto de las dictaduras islámicas es ya una entrañable tradición. Y también es plausible imaginar que años de ocupación siria en Líbano no importen a nadie, pero cualquier movimiento defensivo de Israel sea considerado crimen de lesa humanidad. O que el adiestramiento de niños palestinos para convertirlos en bombas sea considerado un acto de resistencia. O que se considere a Israel culpable de la pobreza en Palestina y nadie se pregunte adónde van las ayudas de miles de millones de euros a los palestinos. O que se compare a los supervivientes del holocausto con sus propios verdugos. Casi todo es imaginable. Pero que los escritores árabes boicoteen a los escritores israelíes, en una feria internacional, y que el resto de escritores del mundo lo considere normal, eso, perdonen, supera mi capacidad de imaginación. Ya sé que no es la primera vez que la cultura veta a la cultura. Pero lo de París es un paso definitivo hacia el envilecimiento del mundo intelectual, una constatación más de lo tristemente solo que está el pueblo judío. ¿Dónde están los escritores libres, los intelectuales que se preocupan por crear puentes de diálogo, los defensores de la palabra? ¿En nombre de qué principio de libertad se puede justificar un boicot a la literatura israelí, parte de ella la más crítica del planeta? Por supuesto, que países como Yemen, Arabia Saudí o Irán boicoteen el Salón, resulta casi una bondad moral. Al fin y al cabo, el desprecio de estas tiranías por la inteligencia es su principal seña de identidad. Pero que escritores árabes reconocidos no quieran dialogar con Abraham B. Yehoshua, David Grossman o Amos Oz, y que los escritores europeos consideren el gesto, merecedor de aplauso, es una triste derrota del pensamiento. De hecho, una severa derrota de la palabra ante la extorsión. Sólo me queda pedir que, puestos a boicotear a Israel, el boicot sea más serio. Por ejemplo, que ningún árabe se ponga un stent si sus arterias están obturadas, porque es un invento israelí. Si padecen esquizofrenia, que no usen el método inventado por Israel para su detección prematura. Por supuesto, sus mujeres que tiren a la basura la Epilady, y que no tomen, para la esclerosis, la diabetes, la hepatitis vírica, algunos tipos de cáncer, etcétera, los medicamentos que Israel ha inventado desde que existe. Y para ser más consecuentes, que tiren a la basura la penicilina, la estreptomicina, la vacuna de la poliomielitis, el medicamento contra la epilepsia..., porque son inventos judíos. Y que todos ellos, los que no quieren hablar con Amos Oz, se curen con las medicinas que han inventado en Yemen, en Irán...
Pilar Rahola : La Vanguardia. Barcelona.
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