Vos no entendés por qué, si yo digo ser sionista, no hice aún aliá. No entendés por qué, si amo tanto a Israel y creo con firmeza que debe existir un Estado Judío en Eretz Israel, no fui yo mismo a vivir en él. Te parece extraño. Cuando volví a la Argentina después de casi un año en Israel, tu pregunta fue obvia, y la escuché una y otra vez:"¿Y?¿Te vas a ir a vivir allá?".
Y simplemente te respondo que me siento a gusto acá. Que después de dos décadas viviendo en la misma esquina del centro de Rosario, no quiero dejar esta ciudad porque la siento mi casa. Y entonces me preguntás si alguna vez, durante nueve meses que duró mi Shnat Hajshará, sentí que mi única casa en el mundo estaba allá en Israel. Y la respuesta es Sí y No: hubo una vez que sentí que sólo en Israel estaba mi casa, pero, curiosamente, no fue en Israel mismo.
Mejor te cuento toda la historia: a los dos meses de empezar el plan, viajé con el grupo a Polonia. Está demás decirte que fue una de las semanas más tétricas de mi vida. Uno puede llegar a confundirse y creer que después de una vida entera de escuchar sobre Shoá en la escuela, tnuá, casa, etc., uno está inmunizado. Nada más errado.
Pero lo peor de todo fue, después de años de odiar a la Alemania Nazi, ver que Polonia no se quedaba atrás en el antiguo arte (¿o deporte?) del anti-semitismo: pasando por un pueblo cuyos habitantes, antes de la llegada de los Nazis, juntaron a todos los judíos del pueblo, los encerraron en un galpón y le prendieron fuego, matándolos a todos. Entre ellos la familia del abuelo de uno de los chicos que viajaba conmigo. O recorriendo un Campo de Exterminio que quedaba a 200 metros de una aldea polaca, la cuál sólo protestó contra los Nazis cuando éstos empezaron a matar prisioneros de guerra polacos, mientras la matanza de judíos aumentaba día a día, la aldea siguió su vida corriente, aunque a veces el humo de los crematorios les molestara. Y cuando creía que todo este odio está solo en los libros de historia y en los museos, me choqué con la Polonia actual. Por ejemplo, cuando al llegar a los restos del muro que rodeaba al Guetto de Varsovia, un hombre pone música nacionalista polaca al máximo volumen, para que no podamos escuchar al guía. O al bajar en una estación de servicio, un día de semana a media tarde, y el empleado que atiende el bar, viendo nuestras remeras escritas en hebreo, nos dice que está cerrando y nos echa en cuestión de segundos. Y así una y otra vez.
La verdad es que llegué a odiar Polonia. Todo me parecía feo, me daba asco. Como fui en primavera, había bastante verde en los campos. Y me molestaba. Como me molestaban sus calles, sus edificios. Y su idioma. Sobre todo su idioma. El polaco me pareció frío, cerrado, y, básicamente, horrible.
Y así fue que después de una semana, me encontré en el aeropuerto de Varsovia esperando para abordar el vuelo que me llevaría de vuelta a Israel. Ya había pasado los controles de seguridad, estaba simplemente haciendo tiempo antes de abordar el avión. A tracés de la ventana de un negocio del free shop, miraba Polonia por última vez.
De pronto, dos jóvenes al lado mío empiezan a hablar entre sí. En hebreo, con un claro acento israelí. Vos me conocés, y sabés que sé comportarme en público, pero creo que debo haberme quedado mirándolos fijamente, porque a los dos minutos uno de los dos se aleja y el otro se da vuelta, me mira, y me pregunta qué me pasa. Me lo pregunta con ese tono de Sabra que estuvo en la Tzavá y entonces no le tiene miedo a nada, ni a nadie.
Vos sabés que mi hebreo antes de ir a Israel no era muy bueno. Y había estado menos de tres meses allá antes de viajar a Polonia, así que tampoco había mejorado mucho. Sin embargo, le empecé a hablar en hebreo. Fluidamente, sin una palabra de inglés, ni de castellano. Probablemente lleno de errores, gramaticales, de significado, de todo. Pero hebreo.
Le conté que era un judío argentino, que estaba en un plan en Israel, y que como parte de tal había viajado a Polonia. Le conté lo que había visto y vivido: la Polonia de hace 60 años, y la de hoy día. Todas mis impresiones, toda mi bronca. El odio que me despertó el país y su lengua. Y que cuando lo escuché a él hablar hebreo, de pronto mis oídos sintieron algo familiar: ese idioma que escuché en la pimaria, en el que leí en mi bar-mitzvá, con el que hice chistes durante mis años de tnuá. Ese viejo-nuevo idioma, de pronto, quitó de mi mente todos los pensamientos de odio, muerte, destrucción y me hizo pensar en Israel. Un par de frases bastaron para hacerme sentir en casa.
No sé cuanto tiempo hablé, si fue un minuto o fueron diez. El israelí, que quizás se llamaba Gad, Dror, o Etgar, me escuchó mientras hablaba sin interrumpirme ni una vez. Era un pibe de mi edad, o un poco más grande. Quizás su abuelo había escapado de Alemania junto a mi abuelo. Quizás su bisabuelo había dicho el Kidush junto al mío. Quizás sus tatarabuelos habían soñado junto a los míos con ser libre en Su tierra...
Nos miramos en silencio. Una voz mecánica anunció "last calll for the flight 901 to Tel Aviv". El israelí puso su mano sobre mi hombre, y me dijo:"Dale, volvamos a casa...".
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario